martes, febrero 27, 2007

La noche de los laberintos (segunda entrega)



Hace meses que no llueve.

—Ah chingao, a poco es usté’ mi Role, sigue igual de prieto y de chaparro.

Hace ya muchos años que Rogelio se fue del barrio, de Santa Catarina la bella, como ellos le llamaban, y ahora está aquí, regresando por sus fantasmas, ya no es lo mismo, piensa y siente que la mano de el Jorongo va cruzando por su espalda.

—¿Qué pasó Saúl, cómo está?

—Uy, no me joda Role, yo sigo siendo el Jorongo, cual pinche Saúl, usté’ de veras ya ni la hace, por qué fregaos se fue, por qué dejó a su jefa y a su carnal, ¿sabe cuánto tiempo lo buscamos, sabe cuánto tiempo se pasó su jefa esperando una noticia suya?, ni cuando enterramos a su carnal se atrevió a regresar, le faltaron huevos Rogelio, eso pasó.

Él no contesta, el Jorongo lo suelta y se pone delante de él, lo enfrenta, se quita los lentes, Rogelio no recuerda haber visto esos ojos tan pequeños, tan negros, evita mirarlo, le teme. Más allá de su sombra, está una virgen de pintura carcomida que amenaza con desaparecer, ahí, en ese muro están todos sus muertos.

—…

—Usted cree que a mí me hace pendejo, véame a la cara cabrón, ya no es un mocoso, cree que no supe donde vivía, que no me enteré cuando se fue a estudiar, cree que no lo vi en el panteón el día que enterramos a su carnal. Y ni siquiera por eso se acerco a su jefa. Le faltaron huevos Rogelio.

Rogelio ya no se aguanta las lágrimas. El día del entierro estuvo ahí por casualidad, porque el destino se le puso enfrente como un golpe seco y lo arrinconó entre montones de tierra, flores de papel y fantasmas ajenos, empujando, siempre empujándolo, hasta que llegó a la mirada de su madre, deshecha, agotada, imposible, y prefirió no ser él, prefirió seguir siendo el que no existía.

—…

—Pasamos un chingo de tiempo buscándolo en el CERESO en los hospitales, en los basureros, en los panteones y de usted ni una puta noticia, me fui al norte y allá estuvehasta que un día lo vi salir de una casa, y al día siguiente de nuevo, entrar y salir y luego volver a entrar a la misma casa, pero ya habían pasado siete años Rogelio, siete pinches años creyendo que estaba muerto.

—…

Hace ya tantos años que Rogelio se fue, después de esa noche quiso olvidarse de todo, le dolía regresar sus pasos a donde mismo, no podía, todos los recuerdos eran una piedra enorme en la espalda, en los pies, en medio de las costillas, y por eso regresó hasta ahora, en las noches aún siente ahogarse y ve la imagen de el Zancas tirado a la orilla del arroyo, con la boca y los labios y el cabello confundiéndose entre el lodo y la sangre. Vete, le dijo el Zancas, y Rogelio obedeció.

—Su jefa se resignó a tenerlo muerto, a rezarle, a aceptar que en esta vida iba a morirse sola. Le faltaron huevos Rogelio, eso fue lo que pasó.

—…

Saúl Martínez, el Jorongo, lo suelta, avanza lento y da la vuelta por el callejón, aprieta los puños, la boca, se detiene, voltea la cabeza y vuelve a mirar a Rogelio, quisiera decirle que está feliz de que haya regresado, deja de verlo, camina, se pone los lentes y, sin que nadie lo vea, se limpia las lágrimas que brotan por debajo de ellos.

viernes, febrero 16, 2007

La noche de los laberintos (primer entrega)




La noche de los laberintos

No vayas Rogelio, esos cabrones van a matarte.

Creí que nunca regresarías, después de esa noche nadie te volvió a ver en el barrio. Por qué huiste Rogelio. Te estuvimos buscando días y días y días, la pobre de tu madre se fue haciendo chiquita, jorobada, tu ausencia se le montó a la espalda y el no saber de ti le estuvo chingue y chingue hasta que no aguanto más y también se fue. Ves tu casa, ahí, en la ventana por donde tantas veces escapaste, se la pasaba tu jefecita toda la noche, de vez en cuando se asomaba por la puerta, se iba caminando hasta la tienda de doña Chole, y ahí, otra vez, se ponía a esperarte parada a la mitad de la calle, volteando a todos lados como si estuviera perdida, después de un rato iba hasta la esquina, se asomaba al callejón por el que te fuiste, pero no aguantaba la oscuridad, y ahí venia otra vez, caminando sobre las piedras, sobre los charcos, sin dejar que alguien la ayudara, ya cuando estaba frente a nosotros, preguntaba por ti, por su muchacho, por ese hijo de la chingada que una noche sin decir nada abandonó a todos, y nosotros nomás callados, mirando nuestras chánquilas todas aterradas, sin poder verle la cara a tu madre, porque ya para ese rato estaba llore y llore, preguntando por ti, preguntando si no sabíamos nada, diciéndo que por qué chingaos no volvíamos a buscarte si juramos ser como carnales desde chavillos, y nosotros creyendo que estabas muerto, que habías quedado tirado allá en el basurero y los perros o la basura te habían tragado, y nosotros qué le decíamos pinche Rogelio, si cuando fuimos a recoger al Zancas tú ya no estabas, y el Zancas pregunte y pregunte por ti, igual que tu jefecita, pero él no aguanto mucho, lo traíamos cargado entre el Lupillo, el Carlos, doña Petra, creo que hasta don Tomás andaba, cuando íbamos llegando a donde esta la virgen, luego luego sentimos cómo se aflojó y doña Petra se agarró grite y grite, yo lo estrujaba, Rogelio, le decía que se aguantara un poquito, que aguantara, hasta que don Tomás nos dijo que lo recargáramos ahí en la esquina, al lado de la virgen, y yo a fuerzas quería pararlo, abrirle los ojos, hasta que don Tomás o no sé quién me dio unas cachetadas, me decía que me calmara, que ya’stuvo, que ya el Zancas no estaba sufriendo, en eso bajó la mamá del Zancas, como que ya sabía, porque llegó y ni siquiera preguntó qué tenía, lo abrazaba fuerte, de vez en cuando lo soltaba, le limpiaba el lodo de la cara, le besaba los ojos, con las manos llenas de sangre le hacía el pelo hacia los lados, y el Zancas ahí, todo flojo, con su camisa llena de lodo, de sangre, con los zapatos de no sé quién chingados marcados en todos lados, con la cara hinchada de tanto madrazo, la jefa del zancas sólo preguntaba que quién había sido, quién fregaos se había animado a hacerle eso a su hijo, por qué a él si siempre fue tan derecho, no paraba de llorar; se le arrimó al Lupillo, nomás lo vio y el Lupillo sin saber qué decir, ni se movía, apretó los dientes, nomás dijo que ora sí iban a ver esos cabrones, se fue corriendo por el callejón y ahí vamos todos atrás de él, corriendo, subiendo por el empedrado, apretando bien fuerte el tubo, el palo, la cadena, la piedra, el filero, corriendo llegamos hasta Santa María y no había nadie, el Lupillo empezó a gritar que salieran, que no fueran tan hijos de la chingada y nadie se asomaba, nadie salía, y el Carlos se agarró tirando piedras a las casas y nosotros igual, a romper los vidrios, a patear las puertas y no se animaban a salir, luego alguien grito que fuéramos para el Refugio, ya partíamos para allá, cuando oí que me gritaron, era el Rascón y que me regreso bien encabronado y el Chotis y el Juan se regresaron conmigo ya a punto de joderlo, el Rascón me dijo que aguantara, que ellos, la raza del barrio no habían sido los de la bronca, que él oyó en el billar que la gente del Peñasquito iba a fregar al Zancas cuando bajara de con la Carmen, pero el Zancas no bajaba por ahí, por que ya sabía que si lo hacía de seguro lo agandallaban, por eso los del Peñasquito lo esperarían ahí por el arroyo, para que no tuviera chance de que alguien le hiciera el paro, lo iban a fregar por lo del Mocho, porque le tenían coraje, porque no aceptaban que había sido un tiro derecho, yo ya me imaginaba, esos gueyes nunca quedaron contentos, y eso que ellos empezaron el pleito, si no hubieran picado al Lupillo por la espalda, el Zancas no se hubiera metido y el Mocho no estaría muerto, pero siempre fueron así de gandallas. No sé cómo paso, pero ya cuando acordé el Rascón y otros batos de ahí de Santa María corrían a nuestro lado para buscar a los del Peñasquito; ya sabían que subiríamos por ellos, por eso, antes de llegar al último poste de luz, comenzaron a llover piedras de todos lados, al primero que le dieron fue a Esteban, y nosotros ni siquiera veíamos dónde se escondían, nomás zumbaban las piedras, caían en el suelo y una nube de polvo se levantaba, o rebotaban en la cabeza o en la espalda o en el pecho o en cualquier parte del cuerpo de los que ahí andábamos, por eso mejor nos regresamos hasta donde las piedras no llegaban y ellos ni madres que se animaron a salir de la oscuridad de los callejones. El Rascón agarro al Lupillo de el brazo y le dijo que se apresurara, que se metieran al callejón por donde antes estaba la carpintería, todos corríamos atrás de ellos, pero antes de salir del callejón se paró el Rascón y dijo que nel, que no fuéramos gueyes, si nos veían por la barranca nos iban a madrugarnos otra vez, por eso nos aguantamos ahí un ratillo, a nosotros no se nos ocurría por donde llegarle a esos cabrones, pero a un camarada del Rascón se le prendió el foco, nos hizo una seña y comenzó a caminar, luego a correr y lo seguimos dos o tres callejones hasta llegar a la huerta, había que cruzarla, rodear la barranca y caerles por atrás, por los lados, hacer que bajaran por la barranca y agarrarlos ahí, afuera de la oscuridad, ahí, donde ya nadie pudiera hacerles el paro.